“V. Época de Augusto”
Esta etapa de las letras latinas (40. a . C. – 14 d. C.) puede
considerarse la segunda mitad del Siglo de Oro romano, por la concurrencia de
poetas como Virgilio, Horacio y los elegíacos, y un prosista como Tito Livio,
favorecida por la paz que dio a Roma el gobierno de Octavio.
Virgilio
Octavio le insinuó la conveniencia de componer
un poema nacional que contase las grandezas del imperio. La Eneida
le demandó once años y, al cabo de tanto tiempo, no consideraba terminada su
tarea y pensaba que podía perfeccionarla después de un viaje por Grecia y Asia
Menor, pero en Atenas se encontró con Augusto, que volvía de una campaña por
Oriente y lo convenció de que lo acompañase de regreso. Virgilio cayó enfermo
en Mégara; murió después de haber desembarcado en Brindis y fue sepultado en
Nápoles. Antes de morir había pedido que se quemase el poema, pero Augusto no
lo permitió.
El aporte de la historia al mito asume
fundamental papel en la transformación del mundo homérico en manos de Virgilio.
Desde el punto de vista histórico, es como si los troyanos, al lograr asentarse
en el Lacio, se resarciesen de la derrota en manos de los aqueos.
Virgilio se propuso, como artista, imitar a
Homero; como patriota, cantar la gloria y la grandeza de Roma, y como
colaborador de Augusto, sostener dinásticamente la monarquía octaviana. Esta
triple finalidad es la que lo lleva a combinar la leyenda, la historia y el
presente enlazados en la obra. La
Eneida está poblada
de referencias históricas, como cuando se refiere a César en el libro VI; otra
referencia histórica es el vaticinio (para los troyanos) de la invasión de
Aníbal: “Llegará el tiempo preciso de la lucha (no os apuréis), cuando la fiera
Cartago introduzca en las fortalezas
romanas, a través de los abiertos Alpes, un gran desastre” (X: 11-3). Eneas, a
punto de descuidar su cometido por atracción de Dido, es como Marco Antonio
seducido por Cleopatra.
Era también fundamental para los romanos tratar
de emparentar con los griegos, para no formar parte del mundo de los bárbaros,
y ello se logra al relacionar a los troyanos con los fundadores de la estirpe
latina: “y habiendo padecido también muchas cosas de la guerra, hasta que
fundase una ciudad y llevase sus dioses al Lacio, de donde la raza latina y los
padres albanos y las altas murallas de Roma” (I: 5- 7). El emparentamiento con
los troyanos nos está contemplado también desde la concepción dinástica: “De
hermoso origen nacerá el troyano Julio César, que limitará su imperio en el
Océano y su fama en las estrellas, traído su nombre del gran Julo” (I: 286- 8).
El libro IV, que narra los tempestuosos amores
de Dido y Eneas, es el de más honda dramaticidad, por el tema, por el
apasionamiento de los caracteres y por el cruento desenlace que pone Dido a su
pasión.
El VI, la catábasis, resulta, por su contenido
y por su ubicación en el centro del poema, una especie de intermedio en el que
el poeta deja un momento la gesta de Eneas propiamente dicha y pasa a
cuestiones filosóficas. El valor fundamental de la catábasis consiste en que el
héroe, para llegar a la patria, debe vencer a la muerte.
Los dioses de Virgilio conservan los odios y
las pasiones de los homéricos, pero por sobre esta condición se yergue un afán
de justicia que los jerarquiza y los humaniza, al par que la justicia que deben
administrar se vuelve más justa. El hado parece una instancia superior a los
dioses mismos, pero Júpiter se acomoda a él sólo cuando así conviene al mito.
En cuanto a la adivinación, Virgilio no se limitó a sus formas romanas, sino
que las combinó con las de origen helénico, y su función más importante la
cumple en la escena de magia que promueve Dido en el libro IV.
Le venía muy bien Eneas al poeta por su escaso
papel en la Ilíada , y porque
poseía una innegable sustancia divina y se relacionaba a un tiempo con la
tradición homérica, de la que procedía, y con la romana, a la que se dirigía.
Eneas es uno de los seres más humanos, al que Virgilio ha mostrado muy cercano
a nosotros por su modo de pensar y de sentir. Aquiles en la Ilíada
y Ulises en la Odisea mantienen un
carácter uniforme, mientras que Eneas en la Eneida se transforma de vencido fugitivo en jefe
de estado. Por su lucha tenaz contra la adversidad, por la piedad filial, por
la fidelidad a la patria, por el respeto del designio de los dioses, Eneas es
“el héroe digno por excelencia de piedad y simpatía, más que de admiración”.
La verdadera contienda en la Eneida
no son los combates que sostienen los ejércitos, sino la lucha interior de
Eneas entre el deber y la pasión, entre Dido e Italia. Y el vencedor no es
Eneas, aunque abandona a Dido; ni siquiera el deber, que es el causante de
esto, sino el destino, que ha marcado inexorablemente la función que debe
cumplir Eneas y, por consiguiente, el trágico final de la reina.